Maria Moliner define el arte
como la “actividad humana dedicada a la creación de cosas bellas”. Pero, tanto los gustos como las sensaciones,
son subjetivos y, por tanto, lo que para uno parece bello, para otro puede resultar
simplemente poco atractivo.
Sin embargo, puesto que Maria
Moliner nos permite considerar la emoción como pilar fundamental para designar
algo como arte, no me deja ninguna duda personal sobre la excelente “obra de
arte” que supone el Museo Guggenheim de Bilbao.
Si nos ceñimos a las sensaciones
para definir, no hay duda de que la predisposición emocional determina la
percepción que puedes tener de las cosas. El talante con el que te enfrentas a
una manifestación artística condiciona el momento de contemplar la obra.
Tal vez por eso, ha sido a la
tercera cuando he caído rendidamente enamorada de un espacio donde la
enajenación permite acercarte al concepto de felicidad. Si ésta es la sensación
de contemplar cómo el tiempo para y sólo es real lo perceptible por los
sentidos, sin duda, en el Guggenheim yo tuve un encuentro verdadero con la
felicidad.
Y eso que nuestro romance se ha
forjado muy lentamente.
Pero ha sido un bonito perecer.
En nuestro primer contacto
servidora no cayó seducida por el museo
bilbaíno. La primera impresión fue la de
estar contemplando un edificio imponente; pero aquí, una amante de los símbolos,
veía mucho titanio apelmazado y una descomunal construcción de siglo XXI que
andaba incrustada en una urbe cuya imagen tenía predeterminada por el Bilbao de
Unamuno y el recuerdo de la ciudad modernista descrita en la novela El Intruso
de mi paisano Vicente Blasco Ibáñez.
Años después, en nuestro
segundo encuentro, el edificio inició en firme su proceso de seducción. Y yo comencé
a sucumbir a sus encantos. Ya me parecía algo más que un armatoste. El entorno
había agudizado su atractivo y la sensación de contemplar algo majestuoso iba
tomando cabida en mis emociones.
Cruzar al otro lado de la ría
para ampliar su perspectiva fue un factor muy positivo para que el Guggenheim
ascendiera en el escalafón de mi galería de emociones. El reflejo del agua, la
gama de colores que ofrecía la luz solar sobre las láminas de titanio, las
escalinatas y el hechizo del aspecto curvilíneo de su figura le hacía ganar
puntos.
Aquel verano, comencé a
identificar el museo como el icono de una ciudad que también superaba los
parámetros simbólicos de urbe modernista de siglo XX. Bilbao ya no me parecía
sólo una ciudad industrial, su color gris también se había esfumado.
Con todo ello, el Guggenheim
comenzaba a disponer de cierta ventaja en este romance. Y así, como era
previsible, en nuestro tercer encuentro sucumbí por entero a sus encantos.
Pero ha sido un bonito perecer.
Primero nos observamos desde el
exterior, aunque la idea de adentrarme en sus rincones era definitiva. El
pensamiento estaba sólo centrado en nuestro encuentro, a quilómetros de mi
cotidianeidad y enajenada de preocupaciones, inquietudes y anhelos. Ahí
estábamos de nuevo intentando marcar las normas que habrían de conformar
nuestro vínculo “for ever”. Hasta el
ruido era impercetible, ya nada se entrometía entre nosotros y así me adentré
en el edificio.
El vestíbulo y el Atrio
ofrecían una nueva perspectiva. El diseño espaciado y las cortinas de vidrio abrían la sensación
de libertad.
Pero como el oído supone
también un buen elemento para la seducción, me decidí por utilizar el audio
guía en mi visita. La voz de Frank Gehry diseccionando su obra encandilaba más
la observación de los detalles.
Fueron tres horas de
aislamiento mundano. Ahí nos encontrábamos, el ARTE y yo, una inculta en esta
disciplina que observaba, escuchaba y… sentía. Tal vez no entendía el
significado de las exposiciones de arte “perfomance” ni de las figuras
escultóricas de colección, todo era superado por el magnetismo del edificio. Ni
una sala quedó fuera de mi paseo, pero mi resistencia ya era nula y disfrutaba
de la soledad del individuo.
Porque tal vez hay momentos que
has de vivir en soledad para descubrir la felicidad del ser humano. Quizás hay
que vivir un instante para comprobar que a veces no hace falta ni nada ni nadie
para convertir en sublime un momento, parar el tiempo y someterte únicamente a
lo que te entregan tus sentidos…Y eso me lo ofreció el Guggenheim.
Ahora, aunque tardemos en
encontrarnos será difícil alterar nuestros sentimientos porque caer hechizada
por el ARTE es una experiencia formidable.