Casi
siempre es cierto que al lugar donde has sido feliz no deberías volver. Casi
siempre. Hay otras veces que volver al lugar donde has sumado muchos momentos
felices se convierte en bálsamo para aliviar sinsabores coyunturales. Así deambulan los sentimientos en mi interior
con cada oportunidad de acercarme al estadio Ciudad de Valencia.
No
voy aquí a elogiar yo la trayectoria del Levante UD en esta nueva década del
siglo XXI, porque soy de las personas que no dispone ya en su vocabulario de
epítetos que puedan describir el fulgurante renacimiento de una entidad tan
sinuosa en su caminar centenario que acompaña el hoy exitoso con temores. Siempre
esperando que llegue el golpe que la despierte del sueño que vive. El otro día un amigo veterano y “levantino”
definía así todo lo que siente el aficionado granota “es como saber que estás haciendo equilibrio
en el alambre. Por muy bueno que sea el ejercicio siempre estás pendiente de la
caída al vacío”. El levantinista siempre ha ido al fútbol con el pensamiento de
“anem a patir”. La senda de San Lorenzo
no fue bautizada como “senda de los elefantes” por casualidad, allí todo era un
“no pot ser” como lamento y frustración cada partido.
Pero como comentaba con otro buen amigo, también es cierto que el LevanteUD siempre ha sido muy de ir contra corriente, cuando todo parecía ir bien él deambulaba y coqueteaba entre la desaparición y la supervivencia, ahora, cuando todo alrededor son problemas, está ahí el Levante para permitir dos horas a la semana evadirte de la cotidianeidad para sumergirte en una fábula que cada vez tiene menos de fantasía y más de real.
Todo
es tan verdad alrededor del club que atemoriza. No, no se puede ser tan honesto
y solidario como son hoy en pleno 2013 los chicos de la entidad granota. Por
eso, sólo por eso, merecen rubricar en letras de oro este capítulo de su (nuestra)
historia, el mejor jamás imaginado.
Pero
no, no es este el análisis que aquí toca ahora. Entre otras cosas porque estas
letras no pretenden ser más que la plasmación en palabras de un sentimiento,
bueno de varios, de ese cúmulo de sensaciones que provoca a alguien criada
semanalmente en las butacas del Ciudad de Valencia (entonces Nou Estadi) acudir
al santuario donde cada 15 días reposaban mis inquietudes como pequeño colegial
o adolescente estudiantil para compartir un mismo sentimiento en familia. Allí
acudía como niña, como adolescente con sueños de periodista, como estudiante de
periodismo y como profesional.
Sin
embargo, el recuerdo siempre evoca a esa fila 3 de la tribuna baja, porque ese
era el rincón de la familia Damià. Hoy la familia ha crecido y continúa
teniendo su fila (cada vez más poblada con la llegada de la nueva generación al
seno de la familia). Es quizás por acumular tanto poso en mi propio libro de
vivencias por lo que ir al Ciudad de Valencia supone una sacudida emocional.
Si
además un día acepté cruzar la frontera y pasar a formar parte de la entidad
desde dentro, todo es mucho más complicado. Si no se debe volver donde has sido
una vez inmensamente feliz, tampoco se puede trabajar con distancia y
profesionalidad en el “hogar” donde has construido muchos de los sentimientos
que te formaron como persona.
Por
eso, personalmente y salvando todas las distancias, mi envidia al verdadero
éxito de Guardiola en el Barcelona que no es otro que haber podido ser
triunfador en su propia casa y salir casi impoluto emocionalmente de esa lucha.
A
mí me fue imposible ni tan siquiera sentir atisbos de felicidad en mi “casa”,
tal vez por mi incapacidad a aparcar emociones durante mi experiencia
profesional como integrante de la entidad granota.
El
desgaste emocional fue demasiado intenso, la impotencia por no poder hacer se
juntó con la imposibilidad de mantener distancias con algo que quieres y que
representa y ha representado siempre tanto para mi familia y para mí.
Si
además en esa lucha casi fratricida te desampara tu propio entorno profesional,
la unión está abocada al fracaso y tu corazón a vivir en sacudida. Durante 25
años fui socia del Levante, durante 10 años fui periodista que cubrió la
información del Levante, y durante un año fui su directora de comunicación.
Pocos,
muy pocos entendieron esa trayectoria, pero sólo me dolió la actitud de los que
creía compañeros y que no aceptaron que cruzara la frontera y pasara de testimoniar
a crear, de contar la historias a ser parte de la historia que otros (ellos)
debían contar.
Confieso
que yo también me desubiqué un tiempo, en parte por la constatación de la
realidad de la existencia de actitudes tan insolidarias como prepotentes; pero
hoy ya no duelen igual porque el tiempo me ha permitido descubrir cuál es mi
verdadero hogar y cuál es mi verdadera familia y sólo la conforman los que se
visten de azulgrana y granota y no necesitan disfraces de “apasionados”
levantinistas.
Por
eso ir al Ciudad de Valencia significa un terremoto emocional porque,
independientemente de donde me lleve o haya llevado mi trabajo, cuando hablo en
granota siempre la dirección la marcará donde me lleva el corazón de
levantinista y eso, al parecer, algunos no tienen capacidad para asumir ni para
entender.