Hay
días que necesitas que acaben, porque por momentos sientes que va a ser el día
el que acabe contigo. Son esas jornadas en las que el mundo parece sacudido
irracionalmente, son momentos en los que transitar por la vida supone un ejercicio
de supervivencia emocional, son esas horas que pasan dejando posos que hieren
el corazón por siempre.
En
una coyuntura en la que el mundo occidental que nos acoge parece realmente
empeñado en envilecer nuestro paso por este mundo, todo resultaría más
complaciente y llevadero si aquellos que han decidido que los ciudadanos o
individuos nos convirtamos en simples peones a quienes dirigir, dispusieran de
unos niveles en su vademécum de mínimos en conceptos como la ética, la
humanidad, la honestidad o la moral.
El
capote, la mano izquierda o la diplomacia no existen para esconder mentiras en aspectos
donde las interpretaciones pueden ser diversas pero jamás pueden suplantar a la
verdad.
Incumplir
aquello vociferado entre los políticos ha pasado de singularidad a una práctica
generalizada, tanto que ya no resulta ni tan siquiera noticiable. Apelar a la posibilidad de dimitir o
renunciar parece ser síntoma de fracaso en lugar de ser reflejo de impotencia o
ignorancia ante la necedad o imposibilidad de resolver situaciones o
conflictos.
No,
no parece adecuado querer la presencia de “seny” entre quienes casi se
vanaglorian de la ausencia de ese raciocinio que hasta hace bien poco
diferenciaba al ser humano del animal.
Y
es entonces cuando la rutina se convierte en impotencia y en ese ambiente
depresivo que ahora nos envuelve “per tot arreu”: en el trabajo, en la oficina, en la calle…y
lo que es peor en tu propia casa, donde hasta por momentos también parece haber
acampado la soledad y el silencio, da igual que convivas en pareja, tus padres o en soledad, sólo los pequeños consiguen conquistar
sonrisas en los hogares donde está la suerte de que sean ellos quienes reinen.
Y lo peor es adquirir la conciencia que
su futuro sólo va a depender de lo que seamos capaces de constuir…