Inmersa
de pleno en las festividades navideñas, confieso que a duras penas he sido
capaz de superar las primeras “celebraciones” sin querer huir, ha sido difícil
controlar el ansia por desaparecer. No, no son buenos tiempos para la lírica
como decía Germán Coppini, otro de los grandes que nos ha dejado estos días. Tal
vez golpes así, “golpes bajos” en forma de llegada de la parca o sufrimiento
por carencia de salud personal o de los familiares más queridos, es lo único
que te ayuda a querer “celebrar” que estas aquí, viviendo, aun en una coyuntura
donde las estrellas ya no lucen igual ni en las noches de luna llena.
Yo
siempre he imaginado con ternura cómo serán estas fiestas en las grandes
familias donde los primos son de todas las edades y hay hasta 3-4
conversaciones paralelas en reuniones que solo se pueden llevar a cabo en estas fechas
entre 3-4 generaciones.
Morriña
que será similar en aquellos lares donde la Navidad es la única posibilidad de
unión. A mí lo de “vuelve a casa por Navidad” del anuncio de turrones de “El
Almendro” me caló desde pequeñita, siempre fantasee en cómo se puede sentir en
esos contextos el reencuentro con los seres queridos. Desde luego las Navidades
se envuelven ahí de un sentido de emotividad que ha de ser especial.
Pero
como servidora no vive esas experiencias, las Navidades solo son una pesadilla.
Una mala época que solo adquiere rayos
de ilusión si las vives y contemplas a través de los niños. El estrés de ir al
circo, al cine, a la feria, al teatro, a ver a Papa Noel o a los Reyes Mago y
vivirlo tras recuperar el disfraz de la infancia es lo único que hace llevadero
estos días. Aunque la mirada atrás siempre lleve implícita la nostalgia de una
época que no volverá por el inexorable paso del tiempo.