La creación de ídolos obliga a la modificación de la naturaleza de la persona que, la mayoría de las veces, accede a la elite, la fama y la abundancia desde la inmadurez, la precocidad y en ocasiones la imprudencia y el atolondramiento. El celofán que envuelve el personaje cuando se rompe deja al descubierto la vulnerabilidad del deportista de elite. El vacío que supone alejarse de la “opulencia” los aboca a adicciones que, muy pocas veces, invierten en positivo la cotidianeidad de quien otrora vivió como héroe.
La muerte este fin de semana del brasileño Sócrates con sólo 57 años como consecuencia del exceso de alcohol ha cerrado una semana en la que otros exdeportistas han ocupado la página de sucesos. El suicidio del seleccionador galés Gary Speed o la entrada en prisión de Juanele por amenazas y daños a su exmujer son sólo algunos episodios de los conflictos emocionales que envilecen la trayectoria deportiva e hieren al ser humano en el que se acomoda el mito.
Es casi alarmante la denuncia a la necesidad de conjugar un éxito que no por vivido, prepara para los reveses que ha de afrontar quien ha de acomodarse a una sociedad que idolatra con el mismo ansia con que se empecina en destruir los cimientos personales de quien no sabe vivir fuera de las atribulaciones que ofrece el dinero y los focos.
Otras teorías enajenan a la sociedad de la responsabilidad de educar e instruir en su crecimiento a quien protagoniza sueños adolescentes con la misma avidez con que los devora.
Vivir hay que vivir siempre al día y en presente, convivir con utopías y quimeras no facilita ni la integración ni el desarrollo sano de la personalidad. Coyunturas deslumbrantes sólo abocan al fatalismo y a episodios dolorosos y desagradables que enturbian la madurez de quien sólo fue inmaduro cuando requirió con urgencia de la sensatez.