No
nos engañemos, las primarias en este país tienen bastante poca efectividad. Una
España donde la democracia ha sido envilecida por la corrupción y los partidos
políticos han derivado en colectivos donde cabe todo (y casi todos, capaces de
alternar su militancia en tal o cual partido según su proximidad al poder), ofrece
un escenario poco transparente para afrontar el espíritu democrático que
subyace en la elección directa de los candidatos a los cargos públicos que,
únicamente, deberían regir con dignidad la res pública.
La
idea yanqui es buena, muy buena, ofrecer a los ciudadanos la posibilidad no
solo de votar cada cuatro años a sus rectores sino también de participar en la
elección de éstos. Sin embargo, la cultura estadounidense (tan despreciada en
este rincón europeo pero al mismo tiempo tan mimetizada) no ha arraigado en su
plenitud, tal vez porque recurrir a los afiliados a un determinado partido
político para tomar una decisión concreta solo deja abierta la puerta de acceso a quienes ya andan
convencidos en ideas e incluso identificados con personas.
Algunos
partidos han ido más allá y, ante el desencanto de la ciudadanía por la política en una
coyuntura de declive en factores mucho más preocupantes que la vivencia de una
situación económica de crisis, han querido abrir sus puertas a la sociedad,
esperanzados que el ocaso en ideas y principios individuales y sociales origine
un bálsamo nuevo que amortigüe el
desafecto del pueblo.
No
ha sido excesivamente exitosa la idea. Y ahí es donde el problema enquista el futuro
de todo un Estado que, condenado ya por las prácticas indecentes casi
generalizadas entre los encargados del desempeño de cargos públicos, sigue sin
encontrar la vía de esperanza que permita la regeneración de la política y lo
que resulta más importante, la recuperación de la confianza de un pueblo por
sus dirigentes.
Tal vez no es momento de parar a analizar cuándo decidieron los gestores de la res pública renunciar a facilitar el bien de sus ciudadanos, ni qué día la clase política cayó rendida en manos de las tesis de Maquiavelo (la política es la búsqueda de poder) para dejar en el olvido a Aristóteles (la política es la búsqueda del bien común).
Lo único importante para el futuro del país que heredarán nuestros hijos es recuperar la dignidad de toda una sociedad. Las primarias no han conseguido enganchar al pueblo pero la animadversión de la gente a la política puede tener en la aparición de una nueva generación de personas la más excelente perspectiva.
Coincidir casualmente con algunos jóvenes profesionales involucrados en el desarrollo de la política diaria de una forma cercana me hace albergar alguna esperanza en que puede que sí haya aspirantes a regentes políticos que luchan por desertar los valores maquiavélicos de sus objetivos. Para ello será necesario recuperar el sentido de bien público y quizás, por qué no, renunciar a la idea de la fidelidad a un partido político para abrir la vía de la elección a las listas abiertas de políticos. La cuestión es, ¿está preparada esta sociedad para ello?