El paso del tiempo es inexorable y tan acelerado
que no nos permite casi nada. Y así pasa también la vida, como una sucesión rápida
de momentos en los que parece imposible
experimentar el valor de lo único importante: vivir.
El ritmo que nuestra civilización ha
impregnado a este cambalache de mundo moderno que nos acoge, impide apreciar instantes,
detalles o el regalo de una buena compañía, sin parar en que son oportunidades
de placer que se escurren entre los dedos sin adquirir la conciencia de su
singularidad y de lo efímero de su presente.
Sin embargo, hay personas que tienen la
suerte de llegar a ese estado en el que solo es importante disponer del aire
para respirar cada mañana, tener la lucidez que permite sentir en nobleza y
actuar solo bajo el dictado de la bondad que ofrece el paso de los años al
corazón. Son seres que han conseguido el regalo de poder VIVIR en libertad, sin necesidad de domesticar
emociones ni moderar sentimientos y que sobre todo, han aprendido a apreciar la
calidad de un beso, el valor de un abrazo o el privilegio de contemplar el azul
de cada amanecer desde una atalaya rebosante de paz.
Esa privilegiada perspectiva solo se acuna en
la ancianidad más profunda y se acentúa cuando se llega a la siempre cifra
mitificada de los cien años. Compartir un rato de charla con una persona que cumple
esa edad otorga una placidez que impregna el espíritu, el alma o ese ser
interior al que muy pocas veces se le presta atención…
El recién cerrado mes de septiembre cumplía
cien años Juliana Serrano Risueño. Nacida el 22 de septiembre de 1913 en Iniesta
(provincia de Cuenca donde próximamente recibirá un homenaje), la abuela Julia
ha sufrido los avatares del convulso siglo XX con conflicto bélico civil
incluido y sus posteriores años de miseria. Ha vivido el desarraigo de emigrar
a otra ciudad, que ahora ya considera suya, cuando una enfermedad cegó para
siempre la visión a uno de sus hijos. Y ha
padecido el dolor de decir adiós a pilares de esa familia que formó con
Francisco y que hoy sigue creciendo tras dos hijos, once nietos y el nacimiento
de seis biznietos.
Viuda con poco más de cincuenta años, Julia
ha aprendido a mitigar el dolor de las ausencias para poder disfrutar en
plenitud de la presencia de algunos de sus descendientes, principalmente de esa
cuarta generación que representan esos seis biznietos que contemplan la
ancianidad de la iaia Julia con esa ternura y devoción que solo ofrecen los
ojos de la vejez y la infancia.
Su voz continua potente, su salud no está
resquebrajada, su cansancio no le permite coser como antaño, pero sigue
disfrutando con una buena copla. Su memoria le concede el lujo de evocar el
pasado con nitidez y recuperar los sentimientos de lo vivido, sin que las huellas
del ayer le impidan otear el presente con gratitud y el futuro con serenidad.
Si es cierto como cantó Carlos Gardel que “es
un soplo la vida y veinte años no es nada”, cumplir cien años y seguir bebiendo
la vida a sorbos es apreciar que, aunque efímero, el tránsito por este mundo es
una oportunidad que se debe disfrutar. Una existencia que se ha de aprovechar.
Porque a veces, el “soplo” que es la vida, se puede convertir
en brisa y ser un regalo para el alma que la disfruta desde
el mirador de la experiencia y desde una ancianidad rebosada de ese amor que
siente y transmite cada minuto a los que rodean
Juliana, la abuela Julia.