El paso del tiempo es inexorable y tan acelerado
que no nos permite casi nada. Y así pasa también la vida, como una sucesión rápida
de momentos en los que parece imposible
experimentar el valor de lo único importante: vivir.
El ritmo que nuestra civilización ha
impregnado a este cambalache de mundo moderno que nos acoge, impide apreciar instantes,
detalles o el regalo de una buena compañía, sin parar en que son oportunidades
de placer que se escurren entre los dedos sin adquirir la conciencia de su
singularidad y de lo efímero de su presente.
Sin embargo, hay personas que tienen la
suerte de llegar a ese estado en el que solo es importante disponer del aire
para respirar cada mañana, tener la lucidez que permite sentir en nobleza y
actuar solo bajo el dictado de la bondad que ofrece el paso de los años al
corazón. Son seres que han conseguido el regalo de poder VIVIR en libertad, sin necesidad de domesticar
emociones ni moderar sentimientos y que sobre todo, han aprendido a apreciar la
calidad de un beso, el valor de un abrazo o el privilegio de contemplar el azul
de cada amanecer desde una atalaya rebosante de paz.
Esa privilegiada perspectiva solo se acuna en
la ancianidad más profunda y se acentúa cuando se llega a la siempre cifra
mitificada de los cien años. Compartir un rato de charla con una persona que cumple
esa edad otorga una placidez que impregna el espíritu, el alma o ese ser
interior al que muy pocas veces se le presta atención…