Hay
historias de la literatura que te conmueven, otras te decepcionan y quedan
algunas que se ubican directamente en ese rincón que nos abre una ventana a
reflexiones que pueden resultar superfluas, pero que son esa esencia que te
aboca a un reguero de emociones.
Para
muchos, son lecturas que se consideran inservibles en una sociedad que parece
tener prisa para todo, incluso para parar a respirar, sentir y… vivir.
El
Libro de los Abrazos de mi admirado Eduardo Galeano, (sí, mejor exponer desde
el principio mi admiración hacia el escritor uruguayo) es una de esas obras de
cabecera, que hay que leer solo para saborear retazos de vida.
El
argumento son pellizcos dedicados a la niñez, ética, moral, literatura, culpa,
miedo, ansiedad, soledad, amor, sociedad, religión, política…
Declarada
mi ineptitud para describir de forma tan magistral la historia de “El Libro de
los Abrazos” como hace mi estimado
compañero Gonzalo Naya en su artículo El Ancla y las Llaves, me resulta imposible evitar plasmar también en palabras mi emoción ante
reflexiones como las siguientes que realiza el escritor uruguayo en el
mencionado libro: “Los políticos hablan
pero no dicen. Los votantes votan pero no eligen”; “¿A cuántos les va bien cuando la economía va
bien? ¿A cuántos desarrolla el desarrollo?”; “Los nadies no figuran en la historia
universal sino en la crónica local”; “El sistema que no da de comer, tampoco da
de amar. A muchos condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de
abrazos”.
Hambre
de abrazos, carencia tan extendida como ignorada. Y eso que el abrazo es la
mayor muestra de cariño entre personas. Un abrazo es el gesto del más sincero
afecto que puede experimentar un ser.
Estrechar
o ceñir entre los brazos a alguien representa la expresión de entrega del
afecto más real. Por eso, muchos psicólogos consideran el abrazo como el
contacto físico más escaso; a pesar de ser el más necesitado y el verdadero
tesoro de la vida emocional.
Cuando
te presentan a una persona le puedes estrechar las manos e incluso le puedes
besar pero jamás lo saludarás con un abrazo. Puedes despedirte de la familia
cada noche con infinidad de besos pero los abrazos solo parecen reservados para
la época infantil. No dices adiós a un compañero con un abrazo pero tal vez sí
lo hagas con un beso. Incluso saludas a tu pareja con un efusivo beso de amor pero
raramente un hola va seguido de un abrazo.
Y
puedes besar apasionadamente, puedes besar afectuosamente, incluso puedes besar
de forma desaforada; pero el roce de los labios escasamente llega la carga emotiva
del abrazo. Solo si un beso (en la mejilla, en la frente, en los labios o en la
mano) va cerrado con un abrazo, simbolizará la máxima representación del afecto
(a un amigo, un familiar, un compañero).
Se
regalan besos, pero jamás se regalan abrazos.
Su
escasez es tan real que muchas personas pueden pasar meses e incluso años sin entregar
ni ofrecer un abrazo, conscientes que envolver a alguien entre unos brazos
supone mostrar físicamente el más puro sentimiento de aprecio, compañerismo, consuelo,
cariño, amor o amistad. Emociones
intangibles pero precarias en este mundo que SOLO quiere ser real, evidente, perceptible…
Una
sociedad que adolece de abrazos es una sociedad condenada al materialismo,
inexpresiva e insensible. La carencia emocional de la ausencia de abrazos se
convierte en rutina por no mostrar, no querer sentir, no decir.
Cuántos
quisiéramos volver a la niñez. Parece que solo ahí está permitido regalar
abrazos y tener el regalo de un abrazo.