Se cataloga de conservador aquel que teme a los cambios
cuando, independientemente del miedo a una nueva aventura, el temor está
ocasionado por la necesidad de crear o diseñar una nueva rutina. Repetir los hábitos
supone un estado acomodaticio en el que muchos necesitan reposar, en
contraposición con aquellos espíritus que disfrutan con la excitación que
supone hacer frente a una nueva etapa, emocional, laboral, vital…
Para los que nos genera anhelo las alteraciones a la rutina,
la llegada del otoño siempre está acompañada de cierto desasosiego, mucho más
que la primavera que con su vislumbrante luz siempre representa un nuevo
renacer. No en vano, es entonces cuando florecen las flores que ahora mueren.
Porque muchas cosas perecen con la caída de las hojas, el
sol pierde parte de su resplandor, el mar rompe su calma estival y el estrés se
extiende entre la sociedad e incluso se hace latente entre los más de 6
millones de personas que cada mañana amanecen sin tener establecida una rutina
por la masacre laboral que la crisis (y el despropósito de la clase política en
muchos casos) ha convertido en desempleados.
No, no se percibe el otoño como una buena época. El invierno
será largo, entonces las rutinas estarán ya establecidas y aunque la ansiedad y
el ritmo social y laboral sea frenético, las costumbres siempre resultan
fuertemente establecidas. Pero y ¿mientras tanto?, esperar provoca la misma
zozobra que el desasosiego de implantar costumbres.
Pero, incluso a los moñas tendentes a la nostalgia o la
morriña con la llegada del otoño, el cambio de estación nos obliga a lo que
Spencer Johnson definió como “cambiar
quesos” en el libro publicado en 1998 “¿Quién se ha llevado mi queso?”,
conscientes que las incertidumbres se despejaran y que la resistencia al cambio
temiendo lo peor, solo supondrá la pérdida de energía necesaria y válida para llenar el granero del
invierno cuando la despensa se necesitará llena de muchas cosas, la mayoría de ellas no materialmente cuantitativas.