Hay
libros que tal vez no son la mejor obra literaria del mundo. Una historia
siempre triunfa en el catálogo personal dependiendo del momento, la coyuntura o
simplemente porque logra con una frase (o varias) pellizcar en ese lugar que le
va a asegurar, al menos durante un tiempo, un espacio en ese libro de vivencias
y emociones que cada uno escribe día a día.
Si
hay algo positivo que se escampa mucho más en verano (época vacacional,
aburrimiento, necesidad de evasión…) es el incremento de la lectura. La llegada
de los ebooks (artículo que durante meses fue casi odiado por servidora, muy
amante del olor de los libros de las bibliotecas que se toman a préstamo, entre
otras sutilezas simbólicas…) no sé yo si a las editoriales les habrá satisfecho
en beneficio, pero a la sociedad le ha ofrecido la oportunidad de tener más al
alcance el acceso a la lectura. Y ésta, aunque no siempre está dotada de
historias de nivel literario óptimo, ofrecen sin duda un avance a una sociedad
necesitada de evasión tanto como de conocimiento.
Entre
recomendaciones, críticas y crónicas hace unos días cayó en mis manos “El cielo es azul, la tierra blanca” de Hiromi Kawakami. En realidad, fue un artículo de
Ángeles Caso en La Vanguardia quien me incitó a guardar la referencia del libro
para cuando dispusiera del tiempo adecuado para afrontar la lectura de lo que
la periodista-escritora definía como “una de las historias de amor más bellas
que he leído en mi vida. No me refiero a uno de esos amores cursis y
pretenciosos que proliferan tanto en cierto tipo de libros, sino a algo mucho
más profundo y real, la lenta y sólida relación de dos seres solitarios,
necesitados el uno del otro, capaces de encontrar la ternura y de compartirla
con el amado en medio de los más pequeños gestos cotidianos, comer, beber, dar
un paseo, sentarse junto a una ventana en la oscuridad... “.
Pues
sí. A veces las expectativas son altas y llegan las decepciones, pero no ha
sido éste el caso. No solo no me ha defraudado la lectura sino que, a pesar de
la ligereza de su lectura y de su reducido volumen (no se trata de una extensa
obra ni mucho menos), el placer ha sido verdadero y tal vez lo único que deja un poco contrariado es su “final
feliz”.
No obstante, en coyunturas tan inhumanas e insolidarias como la actual, en una época con sequía de aprecios, estimas condicionadas o intereses emocionales, parar a reflexionar sobre la fuerza del cariño (sí, eso que queda cursi, pero que es capaz de sanar el denominado “mal del espíritu” según algunos expertos) no es un mal remedio.
A
mis amigos…los que siempre han estado y siempre están.
No obstante, en coyunturas tan inhumanas e insolidarias como la actual, en una época con sequía de aprecios, estimas condicionadas o intereses emocionales, parar a reflexionar sobre la fuerza del cariño (sí, eso que queda cursi, pero que es capaz de sanar el denominado “mal del espíritu” según algunos expertos) no es un mal remedio.
Muchas
son las personas que durante nuestro transitar por aquí suben y bajan a nuestro
barco, pero pocas, muy pocas, disponen de la capacidad para encontrar acomodo vitalicio en
nuestra embarcación. Los “te quieros” son tan escasos que parecen reservados a
las fases de enamoramiento, como si solo el amor en pareja fuera el único que
pudiera ser público y gritado.
Sin
embargo, la familia, los amigos, ese compañer@ de colegio que parecía
indispensable en el día a día de la infancia, esa amiga con la que compartimos
la difícil “edad del pavo”, los amigos de universidad, aquel compañer@ de
trabajo con el que formabas el equipo de máxima rendimiento….es gente que en
una determinada coyuntura parece casi indispensable pero que, a veces, también tiende a
desaparecer.
La
vida, la misma que los cruza en nuestra travesía, los aleja ante determinadas
tempestades o cambios de viento.
Pero
a veces, sucede algo que te hace apreciar mucho más la presencia de determinados compañeros de
navegación. Son esos que no han querido abandonar el barco ni cuando inconscientemente tú
mismo los has invitado a ello con desafectos (muchas veces involuntarios).
Son esas personas que superan (o te soportan)
tempestades para seguir acompañándote; aunque la coyuntura conjunta vivida esté ya
caducada o los encuentros en presente se reduzcan en el tiempo.
Son
“amores” de amigos, de familiares, de compañeros, quereres que perviven y que
se construyen entre gestos y palabras. Y que perduran… porque se cultivan con
detalles, esos que con demasiada asiduidad desatendemos olvidando que como dice
Serrat, son esas “pequeñas cosas…que no matan ni el tiempo ni la ausencia y que
nos hacen que….lloremos (no siempre de tristeza) cuando nadie nos ve”.