Siempre
fui más de asfalto que de verde, mucho de brisa de mar y poco, muy poco, de
monte y pinos. El senderismo en altura no llenó nunca mi tiempo de ocio, a mí
me cautiva el paseo a orillas del mar, pero no me seduce el camino entre
árboles y matorrales. Tal vez por temor a lo desconocido, quizás porque, nacida
en el Mediterráneo siempre he vivido embrujada por su mar. Para mí el sendero
es una travesía donde el polvo del camino es arena de playa.
Sin
embargo, a veces la vida te sorprende en un determinado lugar en un momento
concreto. Es entonces cuando te lanzas a la aventura, sin calibrar, sin pensar y,
hechizada por el entorno que te envuelve, aceptas el reto de afrontar una senda
donde el único objetivo es cruzar hacia la siguiente roca, subir la próxima
pendiente, superar esa cuesta y respirar, inspirar y expirar.
Llegar
al final de la etapa debería ser el premio, pero la verdadera suerte es
descubrir que el verdadero regalo es el
propio camino. Ese paseo que, aunque dificultoso, te lleva a vivir un abanico de
sensaciones que inundan tu yo más interior.
Y
descubres el poder seductor de la naturaleza, la vida, la vida en naturaleza.
Caminar
bajo el sonido del mar rompiendo contra las olas, el eco del graznido de las
gaviotas ante los primeros rayos de sol, el silbido del viento colándose entre
las ramas de frondosos árboles y
descubrir la gama de azules que van desde el casi blanco del cielo al turquesa
del mar embravecido, son los regalos que la “ruta dels cavalls” ofrece a todo
aquel que se lanza a la aventura de descubrir la virginidad de una isla
seductora: Menorca.
Queda
mucho por descubrir, pero la seducción fue fructífera y fascinada por la capacidad
sensitiva de los colores, los sonidos, las sensaciones, y tantos y tantos
atractivos factores será difícil resistirse
a no caer encantada, como complicado resulta no halagar una ruta que es
imprescindible de realizar para cualquier enamorado del mar. Y nacido en el
Mediterráneo es imposible no estar enamorado de este mar.
