Definitivamente algo va
mal. Es más que una constatación pero no es una perogrullada cuando llevamos
meses cohabitando en un país donde el nivel de desempleo es feroz, donde el
bienestar comienza a ser sólo factor de lujo y donde la población sólo
sobrevive. Un territorio donde las sonrisas sólo surgen cuando convives con los
pequeños, cuando la única alegría es aferrarse a pasiones irracionales que
entronizan sentimientos y no hechos porque éstos, los hechos, son excesivamente
hirientes.
La desesperación se ha
asentado entre demasiados colectivos como para significar de la singularidad de
un ánimo depresivo. La impotencia es tan generalizada que atisbar al horizonte
es como mirar al abismo.
Ante la coyuntura tan
plena de desatino, ¿quién defiende la realidad?. Debería ser un orgullo ejercer la labor de
periodista y tener la capacidad para denunciar, transmitir, defender y relatar
tanta vorágine informativa, tantos hechos, tantas situaciones, tantas escenas;
pero no, es precisamente en el momento cuando más razón de ser tiene la
existencia del periodismo, cuando éste parece encaminarse sin freno hacia su
extinción.
La catarsis de valores
y principios es ya innegable como irrefutable es que el periodismo aparece más
envilecido que nunca en el momento más ávido de su existencia.
Aludir a la
independencia o la libertad es una quimera como utopía parece querer mostrar la
verdad desde diferentes prismas cuando el camino de la verdad sólo es uno, sin
interpretaciones, no hay interpretaciones en la realidad.
¿Solución?, difícil y
complicada pero sólo desde la defensa de la VERDAD se puede llegar a intentar
recuperar el viejo oficio de trovador.