Ejercer la objetividad es hoy
una quimera, mantener en barbecho las emociones durante el ejercicio del
periodismo hoy es una utopía. No obstante, la venerada profesión del periodista
se parió allá por el siglo XIX como contador de noticias, descriptor de la realidad
que, aunque tamizada por el prisma de la mente y el sentimiento del ser humano,
sólo conducía a un camino que, era el único existente, el real..
En este país que nos acoge,
en este vetusto continente donde residimos, el espíritu del periodista como
pionero para transmitir qué acontece a su alrededor resulta imposible en pleno
siglo XXI. Ampararnos en los condicionantes de la pertenencia a un determinado
grupo comunicativo o empresarial no debería ser la excusa para contribuir a la desinformación
que la globalización del universo mediático ha hecho crecer brutalmente.
El arraigo y la autocensura
por la misma necesidad de conseguir el sustento que nos permita la
supervivencia como ser humano han llevado al profesional del periodismo a un
entramado con un andamiaje estructural que convierte en un erial cualquier atisbo de
veracidad en el ejercicio de su profesión.
Hasta ahí, una certeza que
no podemos obviar. Pero aún conscientes de esa realidad la desesperación pasa a
inefable con la proliferación de los “asesores de incomunicación” y de
conferencias de prensa tan inservibles como inútiles por amén del propio
conferenciante.
En este siglo XXI, las redes
sociales hacen caduca cualquier información a los escasos minutos de producirse,
pero la locura en forma de impotencia para el periodista se está traduciendo,
en estos tiempos de cambio de valores y principios, en toda una jornada de trabajo
reducida a cenizas con una inusitada rapidez por la irrupción de un comunicado o carta que lanza al traste horas
y horas de lo que pasa a ser estéril trabajo. Hasta ahí también aceptamos.
Pero que una comparecencia
ante los medios quede inútil por no avanzar la información que sólo unos
minutos pasará a ser la portada informativa real del día no sólo es inaudito
sino que, deja al periodista con cara de eso que es un poco más que tonto.
Si para más inri la “anhelada”
comparecencia es de alguien con “potentes”, la sensación de bochorno, rubor
y ninguneo adquiere cuotas desorbitadas
de impotencia que se unen a altas dosis de desaliento y desánimo en el
periodista que cada vez hace más difícil discernir cuál es la única realidad.
Y
cada vez, cada día, con cada acontecimiento así diseñado, se hace más difícil
mantener los únicos principios de la razón de ser de la profesión periodística.