Si según el diccionario
de la RAE, definimos la palabra crisis
como una situación dificultosa o
complicada y el vocablo revolución
es un cambio rápido y profundo en cualquier cosa, no hay duda que el verdadero
alcance de la crisis ¿económica? que acecha esta década del siglo XXI acoge el
cambio radical del life style que ha marcado la cotidianeidad de los habitantes
de la parte ¿civilizada? del planeta Tierra las últimas décadas.
Acogerse a los
problemas de la escasez del vil metal para introducir en la sociedad
alteraciones en su configuración que marcaran el devenir de las generaciones
futuras supone asentarse como anacoreta en una atalaya para revertir en ser
inhumano.
La humanidad como
sentimiento de misericordia, generosidad, bondad o sensibilidad parece diluida
en beneficio del interés por el cambio estructural de toda una sociedad que
supera los límites de países, naciones e incluso continentes.
La incertidumbre diaria
es el aspecto de una sociedad que, atemorizada y amedrentada, parece sujeta a
una evolución que alcanza parámetros innegables de involución.
Ocupar cargos de
responsabilidad no debería ser el escudo inquebrantable para disponer del futuro de cientos de miles
de personas, ni mucho menos la coyuntura
dificultosa debería ser el cobijo para imponer nuevas ideologías, creencias y
valores.
La crisis ha supuesto el declive de muchos
principios, algunos de ellos fundamentales, no obstante, ni el mayor de los
problemas puede ser afrontado desde un púlpito. La clase política nacional,
(toda y casi sin excepción), alardea de una incapacidad que estremece por su
inoperancia pero sobre todo por su insensibilidad.
Esa clase, como
representante de todo el elenco de impulsores de una revolución que no sólo ha
hecho quebrar el estado del bienestar sino que pretende anidar las bases de un
desconcertante futuro y jactarse de ello, ha alcanzado su mayor requiebro por
su insensibilidad. La crisis ha hecho crecer monstruos que se ufanan de su
practicismo mientras olvidan que, sólo los sentimientos han sido capaces de
protagonizar las mayores revoluciones sufridas por este mundo.
Vilipendiar a la
población supone aislarse de la única y verdadera realidad, esa que hace vivir
en zozobra porque sean otros los que en soberbia y con premeditación intentan
construir el destino de todo un país, toda una nación, todo un pueblo.
La violencia encuentra
cultivo en la impotencia, la desazón, el desfallecimiento, el desaliento y el
desánimo pero si el interlocutor recurre a la soberbia, la prepotencia, la
altivez, la insolencia o la vanidad, parar el golpe puede resultar tarea
arduamente dificultosa.
Julio 2012, este sólo
este es parte del retrato de quienes firman ERES, rebajan salarios, aniquilan
empresas o alteran bases de convivencia fundamentales. Si el otoño surge
amenazante el único culpable, los únicos culpables, serán quienes olvidan que
sólo el pueblo es “ser humano”.
Porque ya lo dijo John Locke: “Siempre
que los legisladores pretenden dilapidar y destruir la propiedad del pueblo o
reducir a éste a la esclavitud bajo un poder arbitrario, se colocan en estado
de guerra con el pueblo, el cual queda por lo mismo relevado de toda obediencia
y puede acogerse al refugio común que Dios ha procurado a todos los hombres
contra la fuerza y la violencia”.