Nuestro presente será el ayer del mañana. El inexorable paso del tiempo convertirá nuestras vivencias en historia y nuestras experiencias en recuerdos. Los hechos quedarán reflejados muy explícitamente pero…¿y los sentimientos experimentados?. Esos se acomodarán solo en nuestra memoria para dar pellizcos en el corazón de cuando en cuando. Y nos enfadaremos con ellos porque no sabremos trasladar todo lo sentido y porque no existirán las palabras que los definan.
La
casualidad a veces nos lleva a vivir momentos que son de esos que quedarán
reflejados en los libros de historia. Y es esa misma coyuntura novedosa la que
te conduce a experimentar situaciones que sorprenden a nuestros propios
sentidos dejando aturdidas nuestras
personales emociones.
Siempre
resulta difícil, por mucho trabajo sensorial que se elabore, identificarse con
culturas, costumbres, arraigos y tradiciones ajenas a nuestro entorno más
próximo geográficamente.
Sin
embargo, ante determinadas muestras de pálpito, sensibilidad y sentimiento resulta
imposible no sucumbir.
Para
alguien que nació y quiere que cuando “venga a buscarle la parca, su cuerpo
quede cerca del mar”...porque sólo sabe vivir en el Mediterráneo, toparse con
una amalgama emocional en su propio ser a los pies del Cantábrico supone una
sorpresa.
Como
ese enorme asombro que ayer personalmente me encontré, viviendo en las entrañas
del estadio San Mamés su colofón como recinto deportivo. Era su adiós, el
cierre a cien años de vida. El hecho disponía de la carga simbólica lo
suficientemente atractiva para que alguien, que adora el simbolismo como yo,
intentará entender el significado de esa despedida a un vetusto estadio que,
todo y el pesar de los que demonizan el fútbol, supone el rincón más verdadero
de pasiones que el aficionado al deporte puede experimentar.
Y
sí, allí había mucha emoción, pero también mucha tradición de todo un pueblo
que venera los símbolos como lema de vida. Porque símbolo es acudir a un campo
de fútbol “obligadamente” ataviado con los colores del equipo que allí juega,
símbolo es llamar a ese recinto “La Catedral” y simbolismo es el sonido de las
gargantas al lanzar al viento el “alirón”.
Toda
esa efervescencia emocional tantas veces escuchada y alguna imaginada, se
convirtió de repente en la realidad en la que me encontraba inmiscuida, y el
vello de la piel se erizaba y el escalofrío subia desde la boca del estomago
hasta la misma garganta como a mis vecinos de localidad. A la derecha una
adolescente perfectamente ataviada con la camiseta del Athletic, a la izquierda
un veterano socio que no dejó de cantar durante el descanso del encuentro las
canciones populares vascas que desde el otro extremo del estadio la Banda
Municipal tocaba.
Eran
dos generaciones, eran cien años de vida, era…sí, solo era, un estadio; pero
había tanto éxtasis emocional que mi afecto por esta tierra y este club, desconocidos
en mi catálogo sentimental, de repente nació y se desbordó.
Quienes
anoche vivieron el cierre de San Mamés seguro que han vivido momentos de
angustia, desasosiego, pasión y entusiasmo con euforia y con lágrimas de
tristeza, pero ayer las lágrimas no eran por ninguna de estas emociones.
Lo
de ayer era la emoción del recuerdo por los que han labrado en ese estadio la historia
de una entidad, por los goles, los triunfos, los fracasos, las alegrías e incluso las
euforias. Pero para alguien ajena a esa cotidianeidad, el adiós a San Mamés fue la exaltación de una forma de ser y de
sentir y sí, tal vez no dispongo de los conocimientos para absorber la
personalidad del pueblo de Bizkaia pero sinceramente, mi respeto y mi
admiración quedará por siempre reflejada porque, en este mundo donde el
materialismo nos condena, ensalzar y vivir desde la pasión los símbolos asegura
la riqueza a quien así siente. Y la familia del
Athletic Club así siente.
Agur
San Mamés.