martes, 14 de febrero de 2017

UN SAN VALENTÍN DE VIDA (relato publicado en www.yolandadamia.com)

    Apagó la radio empalagada de tanto tono dulce en las canciones, las entrevistas, los debates e incluso en las cuñas publicitarias, hoy más moñas que nunca.

El trabajo marketiniano había sido sublime. En realidad, las grandes marcas y hasta el nuevo mercado digital convertía el 14 de febrero en un día de consumo potencial de infinidad de productos. Este año hasta los partidos de fútbol a disputar en el día de hoy eran anunciados en televisión con un “te quiero” edulcorado con imágenes de besos y abrazos de los futbolistas celebrando goles y títulos.
Por cierto, ya quisiera ella ser futbolista algún rato para recoger tantos fervorosos abrazos.
Encendió la televisión. Imposible. Un corazón atravesado por una flecha en la parte superior de la imagen recordaba que, en efecto, hoy era San Valentín.
Hoy era el día de los enamorados, pero ¿y los no enamorados?, o mejor ¿qué era estar enamorado? ¿Compartir vida en pareja?, y qué pasa con esos matrimonios acomodados en la rutina de un cariño superficial. ¿Qué amor había que celebrar? ¿Era amor el que se encendía en el fuego de pasiones descontroladas solo cubiertas con desbocadas caricias y desmedidos besos? ¿Qué amor había que festejar públicamente hoy?  Y lo más importante, quién tenía derecho o no a celebrar qué.
Con cierto aire de enfado decidió calzarse sus viejas zapatillas y salir a la calle a quemar adrenalina con un poco de ejercicio. En el ascensor se encontró con una pareja de adolescentes que, entre risitas, la escudriñaban deseando que se apeara para poder continuar con sus arrumacos.
No iba a ser fácil superar el día, pensó.
Con el aire rozándole en la cara, mientras caminaba bajo la deslumbrante luz del sol, con la energía que la absorción de tanta vitamina D le otorgaba, pensó cómo fue su último 14 de febrero enamorada. Dudó, en realidad ¿cuándo había estado enamorada?
Tras varias relaciones afectivas, alguna pasional y otras obsesivas, pensaba que quizás nunca había sentido la fuerza de ese enamoramiento que obnubila y quita el apetito, ¿o sí?, ¿qué significa enamorarse?
 En la adolescencia parecía fácil definirlo. Simplemente te gusta alguien, te atrae y te obsesiona pasar el tiempo junto a él. Obsesión, esa era la cuestión. ¿Se podría estar enamorada sin estar obsesionada?
Cuanto más se agolpaban en su mente las interrogaciones más crecían sus incertidumbres.

Si el estado de enamoramiento era tan fantástico como fabulaban las canciones, narraciones o los estudiados mensajes publicitarios, por qué ella lo recordaba con dolor.
La perspectiva que te ofrece la distancia y el tiempo le había anclado el amor al sufrir. Inevitablemente asociaba enamorarse a desazón, tristeza y pena. Así que no, no le gustaba estar enamorada.
Se afligió un instante al cruzarse por su mente la creencia de que ninguno de sus amores hubiera sido placentero, todos le resultaron dañinos emocionalmente. Algunos amores dejaron heridas imposible de cicatrizar, otros se esfumaron con demasiada facilidad, aunque también los había que mantenían la llama viva pero apagada, acomodada a un nuevo tiempo, un nuevo momento, una nueva presencia tranquila y, ahora sí, cómoda y apacible en su cotidianeidad.
¿Había estado enamorada de alguno de ellos o simplemente entrelazó con ellos un vínculo romántico que la perturbaba y la extraía de sus rutinas emocionales?
Se estremeció con algún recuerdo porque, a quién no le gusta envolverse en los brazos de una persona amada.  Pero ¿todos los amores son enamoramientos?, ¿no era amor el sentimiento que vivía junto a su pequeño sobrino, su padre o aquel entrañable amigo de la infancia a quien le unía una amistad de más de tres décadas?
Junto a ellos era casi todo paz y no se sentía enamorada porque amansaran sus enfados, serenaran sus anhelos y provocaran aquellos pellizcos de sentimiento en el alma, pero ¿acaso no era eso amor?
Su corazón albergaba una capacidad de estima inefable, se apasionaba, ilusionaba y entregaba sin medida ante cualquier muestra de afecto que recogía sin sentirse enamorada de cada una de las personas que le regalaban un momento, un detalle, un gesto, un abrazo….una rosa.
¿O sí? ¿Era enamoradiza o era distante, huraña y fría?
Paró su paseo y decidió reposar ante el paisaje que le ofrecía el horizonte azul donde se confundía el límite del mar y se abría el cielo. Ambas inmensidades de la naturaleza azules, diferentes tonalidades, distintas pero, en ese instante, imposible de definir la demarcación de uno y otro.
¿Sería así el amor?, ¿se podría estar enamorada de un paisaje, un momento, un gesto, un detalle, una persona….varias y no ser definido?
Serena cerró los ojos para escuchar el latido de su corazón. No se sentía vacío. No importaba el mensaje lanzado por la campaña de San Valentín, ella se sentía enamorada de tantas cosas que notaba cubiertas todas las celdillas de su panel emocional. No acogía grietas, carecía de huecos, no advertía  quebrantos.
Valoraba otras emociones. La madurez domesticó el ardor de la vehemencia del enamoramiento juvenil y la pasión obsesiva hasta conseguir que le estremeciera la caricia de una mirada llegada envuelta en el viento hasta la mejilla, los labios, la frente…; le conmoviera la certeza de sentir que alguien piensa en ti al recibir un mensaje o le turbara la recepción de un silencioso abrazo.

Permaneció horas allí, henchida de amor, colmada de sentimiento. No, tal vez, no estaba enamorada pero por qué la plenitud emocional ha de ser ante alguien, por alguien…por qué no se puede sentirse completa sin otorgar al amor un solo nombre, una sola persona, una sensación….

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