Llegó el día. El trasiego de las primeras horas de la mañana
presagiaba que, ahora sí, por mucho que los termómetros sigan superando los
30º, vuelve la “normalidad” al barrio.

El quiosco está desde
primera hora en funcionamiento, pero hoy a Don Pepe le acompaña en el mostrador
Doña Paquita. Las cajas de cromos de todas las nuevas colecciones y los botes
repletos de gominolas, algodones de azúcar y chucherías de todos los colores se
han situado en primera línea del mostrador.
Entre el olor a plástico de las mochilas, el aroma de ropa
nueva y ese perfume entre lavanda y fresco que desprende la colonia infantil
más extendida en éste y otros muchos barrios, el pueblo recupera su esencia de vida.
Los sollozos de los más pequeños aferrados al cuello de las
madres y la mano fuerte de los abuelos, se resisten a entrar en ese sitio
desconocido desde donde se adivina el sonido de una ligera música infantil. Sus
lamentos se fusionan con los chillidos de los niños en edad infantil que saludan
con emoción a sus amigos mucho más morenos de piel y con el look estival
todavía puesto.
Alguna temerosa niña,
apretando con fuerza sobre su pecho una carpeta todavía inmaculada, camina
apocada entre tanta algarabía en busca de su nueva aula del que va a ser su
nuevo hogar escolar.
La todavía imberbe chiquillería, que estrena ese curso en el
que no es de uso obligatorio el uniforme, se saluda con un choque de palmas o
con esos grititos histéricos que, todas las niñas, parece que tenemos obligado
realizar en época adolescente como saludo.